domingo, 30 de septiembre de 2012

La intemperie

Quiero compartir con todos ustedes un cuento que define todo aquello que se oculta detrás de nuestras diversiones nocturnas, recuerden que la intemperie está dentro de muchos de nosotros. No sé si estarán de acuerdo conmigo, pero esta nos seduce una y otra vez. Agradezco a María por su gran aportación a la definición exacta de los agridulces placeres de la noche.  

La intemperie  

Autora: María Pérez-Montero Gómez
 
Sabíamos que estábamos condenados a la deriva. Cansados de caer y levantarnos, habíamos acabado por arrastrarnos como gusanos por las esquinas del mundo. Es por eso que aquellos bares se habían convertido en un refugio para nuestra intemperie. Nos encontrábamos todos allí, en la noche, cuando el alcohol conseguía amortiguar nuestras frustraciones y la oscuridad nos convertía en sombras sarcásticas de lo que podríamos haber sido si nos hubiera dejado la vida. Nos encontrábamos siempre a aquella hora en la que solo quedan los que salieron para olvidar que a la salida del sol sus vidas seguirán siendo la misma mierda de siempre, iluminadas, eso sí, por un nuevo día vacío de promesas. Cuando nos reconocíamos, experimentábamos al menos la sensación de que no estábamos tan solos. Saber que la desgracia había tocado a otros, que podíamos comunicarnos sobre una base común, aliviaba un poco y pedíamos otra copa para celebrarlo. Eso hice esa noche, pedirte una copa en aquel tugurio donde trabajabas y agarrar ese vaso y tu sonrisa con fuerza, pensando que esta vez no me lo quitarían todo, pensando que quizá existía aún una pequeña esperanza. Hablamos un rato, con ironía, con desencanto, con el cinismo de los que se dejaron una noche seducir por el fracaso. Cuando saliste de la barra, vi que eras más pequeño de lo que pensaba y quise abrazar ese cuerpo estrecho de lagartija, para salvarlo, para salvarme de mí y de esa inclinación mía a la autodestrucción. Sin darme cuenta estaba destruyéndome de nuevo, pero uno eso lo sabe siempre demasiado tarde y, además, es tan fácil activar el botón de lo conocido… Me conmovió la tristeza de tu piel, tus tatuajes gastados, tu extremada delgadez y tus palabras; creo que fueron sobre todo tus palabras. Venías, como yo, como todos los que nos cobijábamos en las sombras etílicas, de otros lugares más allá de los bares, del aislamiento. Lo habías intentado todo para desengancharte, pero es fácil volver a lo que sabemos que nos calma. Sentí que lo habías pasado incluso peor que yo y creí que podríamos ayudarnos. Pensé que existe una luz incluso para las sombras y entonces me invitaste a subir a tu piso compartido y no lo dudé. Mi droga era esa: el sexo sórdido. No te dije nada porque pensé que si callaba, tendría la remota posibilidad de que me tomaras en serio. Al quitarnos la ropa noté lo pequeño que eras y lo fácil que era para mí abrazarte y sentí que tenía un cuerpo acogedor, pese a todo mi desvalimiento, que mis pechos grandes podrían dar cobijo a cualquier desgraciado; aunque en el fondo sabía que eso nunca había sido del todo cierto. Creo que cuando entraste me volvió a ocurrir, supongo que será lo mismo que sientes tú cuando entra en tus venas la heroína, que ya no estás aquí. Yo ya no estaba ahí contigo, ni con nadie. En esos momentos, lo sé, es igual quien esté inyectándome esa carne que está evadiéndome del mundo. Al terminar me quedé mirándote, supongo que esperando algo de ternura tras ese encuentro en los márgenes del mundo, pero no vino, quizá porque tenías demasiado sueño. Aún quedaban algunas palabras por decir y me avisaste: - No sé qué película te habrás montado pero yo, yo, no quiero que pienses que esto… En ese momento sentí como si el tiempo y el espacio, que empezaba a habitar con desgana, estuviera a punto de dejar de alojarme y no encontré palabras a las que agarrarme para no caer. Yo era solo una sombra que buscaba tan solo abrazar otra sombra. Decidiste que dejarías encendidas las velas que hacía unas horas habías colocado a los pies del futón porque ambos teníamos demasiado sueño para apagarlas y nos dormimos. Siempre pensamos que el nuevo día nos hará verlo todo de otra forma más clara. A mitad de la noche sentí en mi pie un calor extraño. No cabía del todo bien en el futón de 1.80 y mis pies asomaban mientras los tuyos tocaban levemente mis rodillas. Ese calor me despertó, no sé qué hubiera pasado si esa noche te hubieras llevado a casa una chica más baja. Las velas habían quemado el borde del colchón y una llama de al menos dos palmos nos miraba desafiante. Te desperté y comenzamos a apagar ese fuego con mantas. Después ya no nos quedaban ganas de seguir en la habitación calcinada. Podríamos haber ardido, podríamos haber aparecido muertos. En el colchón había ahora un agujero de unos cuantos centímetros y la habitación entera olía a quemado. Entonces abriste las ventanas para airearlo todo y salimos a la calle con los corazones fríos, después de una noche ardiente en sentido literal. En el portal me besaste suavemente. Sabíamos que seguiríamos condenados de la deriva. Sabíamos que no íbamos a vernos más, que continuaríamos deambulando por las calles, como habíamos hecho hasta ahora. Teníamos claro que ninguno de los dos éramos la salvación ni la esperanza del otro, pero que siempre nos quedarían aquellos bares como refugio para nuestra intemperie. Al poco tiempo supe que tú ya no los necesitabas. Te había dado suerte aquella noche conmigo, supe que por fin te sentías integrado, querido, lleno de ilusiones, que habías salido de la oscuridad y que ya no tenías ninguna realidad de la que necesitar evadirte. Sin embargo, yo seguía frecuentando esos bares a los que tú ya no ibas, intentando resguardarme de la luz, con la prudente esperanza de dejar un día de pasar por allí, de bordear las vidas de los otros. Es terrible, pero a veces no podemos soportar esas otras vidas al lado si no es con la ayuda de drogas, oscuridad o cuerpos; pues la intemperie está dentro y solo puede abrigarnos aquello que logra sacarnos de nosotros mismos.